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martes, 10 de mayo de 2011

Revista El Azar Inmóvil (Nro. 1.5)

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El Azar Inmóvil (Nro. 1.5)

Cuando cumplió 90 años, la última entrevista con La Nación

(Publicada en junio de 2001, en ella el autor de El túnel afirmó que viviría hasta cumplir los 100)

A continuación, la nota completa realizada por la periodista Susana Reinoso que fuera publicada en La Nacion el 24 de junio de 2001, día en que el escritor cumplió 90 años.
Ernesto Sabato, el escritor vivo más prestigioso de la Argentina, celebra hoy 32.873 días de vida; son noventa años o millones de instantes felices y desdichados que han poblado una vida en la que descuellan su literatura, su compromiso cívico y su actitud ética. En la paz de su casa de Santos Lugares, a orillas del ferrocarril, el escritor habrá despertado hoy muy temprano, como siempre, para no perderse el derroche de vida con que la naturaleza pinta los días en su frondoso jardín.
En sus respuestas a La Nacion, se percibe que los 90 años vividos no le han restado vigor a su voz o a su carácter. "Lamentablemente, nuestra época tiene su mirada en las figuras del espectáculo y en el triunfo fácil e inmediato. Los propios medios los han encumbrado. Hasta los políticos aparecen vinculados a hechos propios de un folletín. Todo eso genera un gran vacío. Pienso que los referentes en los que se puede hallar un valor están fuera de la pantalla. Están metidos en los intersticios, no en los grandes salones." Sus horas transcurren sin prisa, con los detalles de su vida silenciosa, aunque en la última semana esa rutina mansa se vio interrumpida por una catarata de pedidos de entrevistas de todo el mundo, a los que el escritor atendió, con equidad, por orden de llegada.
Justo él, que amanece lentamente en la quietud de Santos Lugares, entre un follaje tupido y un trinar inagotable de aves, tuvo que sumergirse en la urgencia de responder casi un centenar de preguntas periodísticas llegadas de todas partes.
Sabato bien podría declarar en este día, al filo de un siglo de vida, con palabras de Jorge Luis Borges seleccionadas por él en su libro Cuentos que me apasionaron (Planeta): "El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego".
Las llamadas que inundan desde hace días su teléfono, desde Europa, América latina y nuestro país, no lograron torcer su ritmo cotidiano. Sin vértigo, asido a su oficio de vivir, continuó con el trajín de sus instantes, durmió la siesta y hasta quiso conocer a la nieta recién nacida de su fiel colaboradora Elvira González Fraga.
Sabato respondió por escrito las preguntas de La Nacion y eligió otro orden de respuestas, que, por cierto, resultó muy interesante. Su asistente, Diego Curatella, fue el responsable de volcar a la computadora las páginas que el reconocido autor de Sobre héroes y tumbas llenó de puño y letra para cumplir con la prensa mundial, desafiando la resistencia de sus ojos cansados. Hasta hubo un periodista francés que, vencido por la ansiedad, se tomó un avión desde Brasil para pedirle personalmente una entrevista.
El hombre y el tiempo. Este domingo de invierno, Sabato reiterará el ritual que, cada año, se espera en el mundo de la cultura: compartirá con amigos y familiares el chocolate y los pasteles preparados por Gladys, su asistente en la casa. Y quizá juegue a desafiar la sucesión temporal, como hace dos años, cuando dijo a La Nacion: "Pienso que voy a vivir hasta los 100 años; tengo buena salud. Pero cumplir años más allá de los 100 no tiene mucho sentido".
-Antes del fin fue un legado de un maestro para sus discípulos en la vida. ¿Qué le agregaría a ese libro que no incluyó en su hora?
-Si tuviera esa novedad habría encontrado la respuesta a los interrogantes que tanto me preocupan en este tiempo de crisis. Pero creo que la falta de respuesta no justifica la pasividad. Todo lo contrario; debería empujarnos al compromiso del mismo modo que uno reacciona instintivamente ante un gran terremoto. Cuando vemos la tierra resquebrajarse, no nos quedamos sentados pensando que nada se puede hacer. Rescatamos de entre los escombros por lo menos esa vida que está a nuestro lado, hundida, sufriendo. En esos momentos, advertimos que es en medio de una grieta donde se nos manifiesta una salvación. Las grandes crisis exigen nuestro compromiso.
- ¿Eso sería asumir nuestra ciudadanía?
-Replegarse en el individualismo me parece un acto de mezquindad. No podemos desentendernos, ya que todos tenemos una responsabilidad en momentos tan decisivos de la historia. En medio de la estampida, se ignora la magnitud del desastre. Pienso que algo de eso estamos viviendo. Necesitamos el valor de ir hasta los márgenes, de penetrar en las grietas.
- Su relación con los jóvenes es afectuosa y fluida. ¿Qué le preocupa hoy de ellos?
-Cada vez que me encuentro con jóvenes me hablan siempre de la angustia que viven por la especie de naufragio en que estamos metidos. Es casi imposible avanzar cuando se carece de un horizonte hacia el cual dirigir la mirada. Hacia dónde los muchachos y las chicas pueden proyectar su futuro, si vivimos con la sensación de que nos queda país para uno o dos días. Lamentablemente, esto está produciendo la estampida de jóvenes al exterior. Fíjese qué triste: un país donde los hijos de inmigrantes llegaron a ser presidentes de la Nación acaba convertido en otro con un índice elevado de emigración.
- ¿Cuáles son las cualidades de los jóvenes de hoy que lo sorprenden por comparación con su propia juventud?
-Suele decirse que los jóvenes son escépticos, que se desentienden y no les preocupa lo que pasa a su alrededor. Cuando yo era joven, los que nos volcábamos al comunismo no lo hacíamos luego de haber leído El Capital , de Marx, sino porque nos sentíamos identificados con el digno reclamo del movimiento. Con los años, la quiebra total de valores, el fracaso de las ideologías, la mediocridad de la clase política, la falta de dignidad y de honor que observamos en tantos hombres generan angustia en los jóvenes que, por su sensibilidad, sufren la gravedad de estas crisis sin saber dónde dirigirse.
- Aumenta su desencanto ciudadano.
-Muchos bajan los brazos. Pero pienso que no es ésa la situación de la gran mayoría. La desazón que sienten es un signo evidente de que no son apáticos. Se rebelan como pueden, a veces de modo violento e ilógico. Pero una rebelión no tiene por qué ser razonable. Además, cuántos de ellos trabajan en tareas solidarias, en zonas de emergencia, en hospitales y en villas. El crecimiento de personas que realizan tareas solidarias es también un signo de nuestro tiempo.
- ¿A quiénes podemos recurrir hoy para obtener una mirada esclarecedora de nuestro tiempo?
-Lamentablemente, nuestra época tiene puesta su mirada en las figuras del espectáculo y en el triunfo fácil e inmediato. Los propios medios los han encumbrado. Hasta los mismos políticos aparecen vinculados a hechos y actitudes propios de un folletín. Todo eso genera un gran vacío; estos falsos pilares son incapaces de otorgar sentido en el momento en que se busca a quién recurrir. Los referentes en los que se puede hallar un valor, que abren un camino, están fuera de la pantalla. Son los que asumen ese compromiso del que le hablé. Están metidos en los intersticios, no en los grandes salones. No producen imágenes ni discursos, sino actos. No brillan con reflectores, pero son los que en verdad iluminan este período tan oscuro de la historia.


La importancia de ser Ernesto

(En la Conadep, exploró los aspectos más terribles de la última dictadura)
Magdalena Ruiz Guiñazu
Para LA NACIÓN

Y no es un juego de palabras, aunque, en nuestra historia contemporánea, la importancia de llamarse Ernesto Sabato es innegable.
Quiero referirme aquí a lo que solemos llamar testimonio de una vida, un concepto de la ética, de lo justo. En una palabra, voy a referirme a simplísimas nociones, como son las del bien y el mal.
Fue una experiencia única poder comprobar qué eran la ética, la justicia, el bien y el mal, para Ernesto durante aquellos largos nueve meses en que funcionó la Comisión Nacional por la Desaparición de Personas (Conadep).
Personalmente, creí, hasta diciembre de 1983, hasta el advenimiento de la democracia, que los periodistas teníamos una información relativamente completa sobre la desaparición de personas. Sabíamos, por supuesto, que existían campos clandestinos de detención, las torturas, la infame panoplia de herramientas que puede confeccionar la mente humana para borrar de la faz de la Tierra a otros seres de los que se discrepa y a los que se abomina. Pero nunca imaginé la experiencia que significa reunir el horror, la impunidad, el sufrimiento exasperado del cuerpo, en una apretada síntesis. Y en una situación de estas características se conoce a las personas quizá desde un ángulo irrepetible.
Conozco a Ernesto Sabato desde los lejanos tiempos de mi adolescencia, cuando en Bella Vista, en la chacra de Gallardo, Ernesto nos deslumbraba con su sola presencia por ser el autor de El túnel y haber recibido una encomiosa carta de Graham Greene sobre ese libro. Durante muchos años tuvimos una buena amistad. Pero nunca imaginé (como vemos, la historia contemporánea de nuestro país parece siempre sorprendernos) que me tocaría compartir con Sabato y un grupo de personas con fervor de trabajo la experiencia terrible de preparar el informe Nunca más , que presentamos ante la Justicia.
Fueron jornadas interminables en las que era necesario examinar detenidamente los testimonios de los sobrevivientes, tomar decisiones constantes, confeccionar las listas de los represores, extremar el rigor en controlar la veracidad de las fuentes.
Diría que reinaba en aquel salón de la planta alta del Centro Cultural General San Martín, donde nos reuníamos, un clima comparable con el de un retiro espiritual. Al comenzar cada jornada, quien deseaba hacer uso de la palabra era anotado en una lista que se respetaba rigurosamente. Ese orden ni siquiera se transgredía cuando Sabato, que encabezaba la comisión, pedía hablar. La norma consistía en esperar pacientemente el turno de intervención sin interrumpir a quien tenía el uso de la palabra. Las distintas secretarías trabajaban denodadamente y la comisión, luego, estudiaba punto por punto los problemas que se iban acumulando a medida que transcurría el tiempo. En muy pocas ocasiones, pero no quiero dejar de mencionarlo, fue necesario desempatar una votación y esa enorme responsabilidad recayó en Sabato, que contaba con dos votos en su carácter de responsable del organismo.
Entre las opiniones de mayor peso en aquella comisión no quiero dejar de mencionar la del obispo de Neuquén, monseñor Jaime de Nevares, un personaje inolvidable al que, en mayor o menor grado, se acudía siempre para mantener un diálogo inteligente. Aun cuando se disintiera de él, su palabra abría siempre una perspectiva nueva e importante. Jaime de Nevares tenía una fe inquebrantable. Y no es una redundancia. Toda su persona traslucía una notable cercanía con esa esperanza que nos angustia y nos ilumina a muchos, pero que él llamaba familiarmente Tata Dios. La relación de Sabato, agnóstico, con hombres de fe inquebrantable como Nevares, el obispo Gattinoni (metodista) y el rabino Marshall Meyer fue siempre respetuosa y, diría, de afectuosa consideración.
Ciertos días, cuando la tarea se presentaba particularmente abrumadora, Ernesto tenía un gesto que se hizo familiar. Se quitaba los anteojos y, como limpiándose la vista con una mano, dejaba caer con la otra el expediente y no podía dejar de repetir: "[...] pero ¡qué horror! ¡Qué horror!".
Fue particularmente estricto con los plazos de entrega, por aquello de que para que un asunto no se termine nunca lo mejor es crear una comisión que lo estudie. Todos compartimos ese concepto y cuando se vio que aquel trabajo ad honórem no podía terminarse en seis meses (todos seguíamos trabajando en nuestras respectivas tareas privadas), Sabato pidió tres meses más, pero como un plazo inamovible.
Fue así. Y, por supuesto, esos últimos meses resultaron agobiantes. En dos oportunidades, nuestras oficinas fueron visitadas durante la noche por desconocidos que, con el obvio afán de presionar y amenazar, no se llevaron nada, pero dejaron los ficheros abiertos y las carpetas en un orden diferente, para demostrar que nuestro trabajo era espiado y controlado por los grupos que no aceptaban vivir en democracia. Se reforzó la vigilancia y se cuidó también la seguridad de Sabato que, por vivir en Santos Lugares, corría mayores riesgos.
Finalmente, en septiembre de 1984, la Comisión Nacional entregó su informe Nunca más al entonces presidente constitucional, doctor Raúl Alfonsín. Como es lógico imaginar, fueron momentos de una gran emoción que los años no han borrado.
Aquel mismo día, la Comisión Nacional se disolvió y cada uno de los que la integramos continuó con sus tareas. Sin embargo, seguimos reuniéndonos en mi casa por esa especie de hermandad espiritual que se había formado entre nosotros. También teníamos muchas preocupaciones en común. La mención preocupante de las leyes de obediencia debida y punto final que se estaban preparando no podía dejarnos indiferentes. Nos pareció una burla a la labor desarrollada por la Conadep, una inaceptable aquiescencia a las presiones que, sin duda, existían, pero ante las cuales los gobernantes deberían saber resistirse si es que han comprendido que ejercer los mandatos de la ley a veces implica riesgos y, siempre, responsabilidad.
Decidimos, entonces, emitir un comunicado firmado con nuestros nombres puesto que la Comisión Nacional se había disuelto, y Sabato redactó un texto sereno y contundente por el que nos oponíamos absolutamente a esas leyes de perdón.
A punto de ser publicado, el comunicado trascendió. Y un domingo, en el que nos habíamos reunido en mi casa para almorzar, un ministro, en representación del Poder Ejecutivo, anunció su visita. Dio una larga explicación sobre la necesidad de las leyes de obediencia debida y punto final, y nos pidió que retiráramos el comunicado. Se produjo un silencio en el que esperamos que Ernesto respondiera en nombre de todos los firmantes.
Lo hizo en un tono moderado, pero de fuerte contenido. "Aquí no se toca ni una línea", terminó diciendo. Los presentes asentimos y, para suavizar el momento, invitamos al ministro en cuestión a sentarse a la mesa con nosotros. Obviamente, el ministro no se quedó a almorzar.
Y si en el transcurso de una amistad hay un momento decisivo en que tomamos conciencia de la importancia que ésta tiene, en cuanto a afecto y admiración, no tengo dudas de que, en la relación entre Ernesto y yo, fue aquel instante. Supe, desde entonces, que sería, para siempre, amiga de Ernesto Sabato.


El escritor, el hombre y sus pasiones

(Como creador y ciudadano, indagó los aspectos más oscuros y más luminosos de la condición humana)
En algún lugar misterioso e indescifrable, Martín y Alejandra -los entrañables protagonistas de Sobre héroes y tumbas- se reunieron por fin con su creador.
Pero no fue seguramente el único hecho extraordinario que se registró ayer. Es probable que todos los personajes de esa inmensa novela que en 1961 conmovió a los argentinos en sus entrañas más profundas se hayan encontrado con Ernesto Sabato y hayan descubierto que la creación literaria está tan cerca de la vida como la obra de Dios.
Acaso sucedieron otras cosas. Puede ser que en un banco del parque Lezama algún transeúnte nostálgico -o alguna mujer marginada y sin destino- haya experimentado un íntimo sacudimiento. Puede ser también que alguna pareja de enamorados haya descubierto, de pronto, que en la zona sur de Buenos Aires es posible conocer la felicidad sin tener que pagar el precio atroz de dejarse acariciar la piel por las llamas de un fuego inmisericorde.
Tal vez alguien atravesó la plaza contigua a la iglesia de la Inmaculada Concepción, en Belgrano, con el puño apoyado en un bastón de ciego y con la mirada puesta en una recova que hace ya tiempo logró desprenderse de los fantasmas que solían habitarla en sus pisos superiores. Quizás el sobrecogedor "Informe sobre ciegos" -ese deslumbrante capítulo de Sobre héroes y tumbas- dejó de ser una crónica referida a los elegidos por el infortunio o la locura, y pasó a ser, simplemente, un canto de gratitud y de dolor por la infinita ambivalencia de todo destino humano.
Acaso los restos de Juan Lavalle y los de otros argentinos del pasado que soñaron con un mundo mejor salieron a recorrer nuevamente los inhóspitos caminos de la patria, pero no para escapar del horror, sino para celebrar la certeza de que "nunca más" en la Argentina las estructuras de la muerte envenenarán el aire y "nunca más" un río de sangre pasará por las casas de los hombres.
Sabato concluyó su afanosa búsqueda de sí mismo y se fundió en un mismo abrazo indisoluble con sus seres queridos y con sus personajes. Y descubrió, probablemente, que las claves últimas del enigma que trató de desentrañar en vano durante casi un siglo estaban escondidas en sus propios libros. Su propia mano había ido trazando los signos del misterio que tan obsesiva y apasionadamente había pretendido extraer de las erráticas y azarosas circunstancias de su vida. El hombre y el escritor eran, después de todo, una única e indestructible realidad.
Sabato se desprendió de sus fantasmas y descubrió que el pulso de sus libros y el latido de sus sentimientos respondían a un único y acompasado ritmo. Y se recuperó a sí mismo, acaso, en las páginas de Uno y el universo, su lúcido ensayo inicial, pergeñado en un rancho de Córdoba en 1943 y laureado poco después en Buenos Aires con el Primer Premio Municipal y con el Gran Premio de Honor de la SADE.
Sabato releyó, seguramente, las páginas de El túnel, su primera gran novela, bosquejada en París en 1947 -cuando estaba trabajando para la Unesco- y publicada sucesivamente en Buenos Aires, en Nueva York y en Francia, país donde fue editada por Gallimard por expresa recomendación de Albert Camus. Y revivió, tal vez, las emociones que en las décadas siguientes habría de volcar en sus otros ensayos memorables: Hombres y engranajes, Heterodoxia, El escritor y sus fantasmas, Apologías y rechazos.
Damos por descontado que ayer Ernesto canturreó con voz trémula las estrofas del Romance de Juan Lavalle -tan refinadamente musicalizado por Eduardo Falú- y se miró luego en el espejo dislocado y espléndido de Abaddón el Exterminador, su tercera gran novela, editada en 1974. Y quizá repasó sus agudísimos diálogos con Jorge Luis Borges, nacidos -también en la década del 70- de una afortunada iniciativa de Orlando Barone.
El autor de El túnel revivió, probablemente, su fecunda y decisiva experiencia como colaborador de la revista Sur, sus inocultables coincidencias y discre-pancias con Victoria Ocampo -a quien siempre se reconoció unido, sin embargo, por un estrecho lazo de gratitud- y, por supuesto, los ambivalentes sentimientos que presidieron su oscilante relación con Borges.
Quienes hoy sufrimos la ausencia definitiva de Ernesto Sabato sabemos bien en qué rincones de la geografía y de la memoria iremos, de aquí en más, a buscarlo, a traerlo de nuevo a nuestro lado. Lo encontraremos, una y otra vez, atravesando el enmarañado jardín delantero de su vieja y querida casa de Santos Lugares. Allí lo veremos abrirse paso, con aire nostálgico, entre araucarias, cipreses y magnolias, ciñéndose a un estrecho corredor de baldosas negras y blancas o pisando un mullido colchón de hojas secas. O lo sorprenderemos en el luminoso jardín del fondo de la misma casa, donde un árbol milenario de origen japonés convive armoniosamente con un alegre festival de flores -jazmines, hortensias, rosas y magnolias-, distribuidas en torno a las puertas y ventanas que comunican con los ambientes interiores de la casa. Como ha observado Julia Constenla en su emocionante libro biográfico Sabato, el hombre (1997), esos dos jardines de la morada de Santos Lugares -uno, sombrío; el otro, lleno de luz- han expresado siempre las dos vertientes esenciales del espíritu de Sabato: lo diurno y lo nocturno; lo oculto y lo visible; lo eterno y lo efímero; lo real y lo imaginado.
Durante muchos años, el que llegaba a esa casa sabía que iba a encontrarse en el centro de un mundo de afectos, fervores, misterios y profundas celebraciones de la vida. Sabía que iba a disfrutar de la espléndida calidad humana de sus dos principales habitantes, Ernesto y Matilde, y de su genio ilimitado para descubrir esa dimensión última de la vida, en que el corazón y la razón se unen y se rechazan, se abrazan y se desafían, se suman y se restan. Aunque terminen por entenderse y aceptarse recíprocamente a esa hora misteriosa del crepúsculo en la cual el espíritu humano toma conciencia de su infinito desamparo.
Hoy, Matilde y Ernesto son dos ausencias que nos duelen, que nos desdibujan. Por supuesto, nos queda la obra del gran escritor; nos quedan los poemas admirables de Matilde y nos queda, sobre todo, el ejemplo de dos seres que arrostraron todas las tempestades sin dejar de ser ellos mismos y sin renunciar a convivir hasta el final con sus contradicciones, con sus sueños y con sus ansias de darle a la palabra -hablada o escrita- el más digno de los destinos.
Fervor
Exaltado y reconocido internacionalmente como uno de los máximos exponentes de la literatura latinoamericana, Ernesto Sabato no fue casi nunca visualizado como un escritor en estado puro. El mundo tendió siempre a considerarlo como algo más que un infatigable creador de literatura: le atribuyó, además, con plena razón, el perfil de un intelectual comprometido con las causas superiores en las cuales se juega el destino de los pueblos libres y como un custodio tenaz de los valores que amparan la dignidad del hombre.
Su fervorosa militancia juvenil en las organizaciones ideológicas de izquierda, que en 1934 lo llevó a participar en Bruselas en el Congreso Internacional contra el Fascismo y la Guerra, presidido por Henri Barbusse, contribuyó a fortalecer ese prestigio de gran humanista y de defensor inclaudicable de los derechos individuales que lo acompañó durante toda su vida.
Ese prestigio no le fue regalado: fue el justo reconocimiento a una conducta moral y cívica nunca desmentida. En 1956, cuando ejercía la dirección de la revista Mundo Argentino, se atrevió a denunciar por ese medio las violaciones de derechos humanos que se estaban registrando en algunas unidades policiales. Le enrostraba así al gobierno que había derrocado al peronismo sus propias desviaciones. Fue un gesto casi solitario de coraje: la revista pertenecía a la cadena periodística gubernamental y Sabato, naturalmente, tuvo que dejar el cargo.
Cuando el presidente Raúl Alfonsín, varias décadas más tarde, lo eligió para presidir la Comisión Nacional sobre la Desaparición de las Personas (Conadep), no hizo otra cosa que convalidar la idea que el mundo tenía del autor de Sobre héroes y tumbas: su liderazgo moral y su aguerrida conciencia cívica eran ampliamente reconocidos y valorados. La Conadep, integrada por un grupo de ciudadanos de parejo prestigio, presentó al año siguiente su informe Nunca más, un documento riguroso sobre las trágicas violencias pasadas y un llamado esperanzado a marchar hacia un futuro sin sombras.
El décimo hijo del inmigrante calabrés Francesco Sabato y de Giovanna Ferraro -la inolvidable doña Juana, oriunda de Calabria, pero descendiente inequívoca de albaneses- y el escritor laureado en 1974 con el Premio Cervantes se miraron por primera vez a los ojos sin el más mínimo recelo y descubrieron que ambos proyectaban sobre el suelo la misma sombra. Ayer, el platónico y lejano amor de Ernesto por la ciencia, ese que nació en su alma de alumno de la escuela secundaria el día en que un profesor le mostró la desnuda perfección de un teorema, dejó de estar en conflicto con su arrolladora vocación de escritor.
Tardíamente, el científico graduado en la Universidad de La Plata y el trotamundos de la literatura se confundieron en un abrazo.
Ayer, el dolor y la pasión, el silencio y la palabra, la verdad y la ficción estuvieron más cerca que nunca de acariciar el ideal de la unidad. Ayer, Ernesto Sabato llegó al final del sendero. Contradictoria y misteriosamente, seguirá compartiendo con cada uno de nosotros el deseo y la esperanza de que el hombre se reconozca cada vez más a sí mismo en la diversidad del universo, y en la realidad esencial y sin fisuras de su dignidad y de su espíritu.


Historia de un triste privilegio argentino

Juan Cruz Ruiz
Para LA NACION

MADRID.- En la entrega de los legajos más tristes de la Argentina, los que constituyen el informe sobre la mortífera acción de la dictadura militar, Ernesto Sabato le dice a Raúl Alfonsín que ese período había dado de sí el término "desaparecidos" que ahora circulaba por el mundo como un "triste privilegio argentino".
Ese momento marcaría para siempre la frente de Sabato, la de su pasado como escritor de ficciones (y no ficciones, o autoficciones) y la de su futuro como hombre público que enseguida ganaría en España el Premio Cervantes. Pues ya dejaría de ser, a causa de esa imagen, el autor de Sobre héroes y tumbas para ser el autor de ese prólogo espantado que luego los que rehacen la historia (e incluso el futuro) terminarían rehaciendo a su modo.
"A causa de esa imagen", no. Sabato quiso esa imagen; su trabajo en la Conadep no fue una labor tortuosa, sino en lo que significaba; lo hizo como un patriota; dejó ahí su energía para reconstruir una historia triste de la que había nacido el triste privilegio de ser el lugar común en el que se pone nombre a una figura que ya ronda la cabeza de la historia universal de la infamia: los desaparecidos.
Aquella imagen no interrumpió a Sabato; lo rehizo como hombre; le dio un lugar distinto en el mundo Pasara lo que pasara, escribiera o no escribiera más, ya iba a haber dos Sabato: el que firmó aquel prólogo y el que firmó sus libros, los que tenía hasta entonces, que son los más importantes que hizo nunca.
Como escritor existencialista y pesimista que fue, como autor de ficciones en las que se combinaban exterminios, túneles y muertos, nunca hubiera sido capaz de imaginar alimentos tan horribles de la realidad o de la imaginación como los que vio en esos legajos que Videla y los suyos dejaron para que fueran triste privilegio de los argentinos (y no sólo de los argentinos). Así que su obra, en su mente y en el conocimiento universal de su figura, pasaría a segundo plano, porque la realidad que él describió superaba cualquier otro adjetivo de la imaginación.
Ese fue un drama para Sabato, que él aceptó con gallardía. Horacio Salas ha escrito en Clarín que muchas veces Sabato dijo, en un viaje a Europa posterior a la presentación de aquel informe, que hubiera preferido ser conocido por su obra. Pero así son las cosas. ¿Cuántos no olvidan La náusea de su admirado Sartre o El extranjero de su admirado Camus para acordarse sólo de las posiciones civiles que mantuvieron ambos titanes de la imaginación existencialista?
Un día, poco después de ese viaje europeo, Sabato vino a Madrid, proveniente de Alicante, donde recibió uno de esos múltiples homenajes que se acentuaron después de aquella comparecencia pública ante Alfonsín. Lo fui a buscar al aeropuerto y lo llevé hasta la sede de la embajada argentina. Estábamos sentados en aquella atmósfera también otoñal, como la de la Argentina que habían dejado los militares, cuando Sabato se levantó súbitamente y me pidió que le acompañara hasta el jardincillo contiguo: "Pues tengo que consultarle algo muy privado".
Imaginé que entonces Sabato creería que aún habría micrófonos delatores dejados allí por antiguos moradores militaristas; pero no. En realidad, quería preguntarme, y así lo hizo, "¿Por qué me odia Rafael Conte?".
Rafael Conte era el crítico literario de El País , mi periódico, que esa mañana había escrito, me informaba el propio Sabato, "un artículo sobre escritores argentinos, y no me cita". "¿Por qué me odia Rafael Conte?", pues, me preguntó.
Como yo mismo había leído el artículo, le pude responder enseguida: "Porque trata de escritores muertos, don Ernesto".
Sabato se tranquilizó de inmediato. Pero la anécdota se me quedó. Y ahora ha resurgido en mi memoria como un dato periférico que tiene que ver con esa ansiedad con la que Sabato fue viendo que su obra se iba en el viaje literario del olvido para dar paso a otro personaje, que era el hombre que le había puesto nombres y adjetivos ("el triste privilegio argentino") al período más ominoso de la historia de su país. El quería ser el Sabato de sus obras (no sólo, quizá, pero sí sobre todo). Ahora que ha muerto y quedan sus obras, aunque quede sin duda la crónica de su espanto, vendría bien recordar que el viejo Sabato que reclamaba atención para sus libros tenía razones de peso para lamentar que se lo leyera como si fuera tan sólo un hombre con una dolorida, justa, inolvidable pancarta: nunca más aquel triste privilegio argentino.
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Revista El Azar Inmóvil (Nro. 1.5)

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domingo, 8 de mayo de 2011

C.E. Zavaleta: in memoriam (Carlos M. Sotomayor)

Lo había leído mucho antes, por supuesto. Sobre todo sus cuentos, memorables como el célebre “Juana la campa te vengará”, o novelas de variada extensión como El cínico o Pálido, pero sereno. Sin embargo, ahora, algo repuesto tras la noticia de su partida, se agolpan en mi mente no sólo el recuerdo de su vasta obra literaria, de reconocida importancia en nuestras letras, sino también aquellas imágenes que la memoria atesora y que marcaron mis primeros encuentros con él.

2001: patio de letras de la UNMSM. Carlos Eduardo Zavaleta salía de dictar el curso de Literatura Norteamericana cuando lo vi cruzar el patio. Lo reconocí rápidamente y, venciendo mi timidez, me acerqué a saludarlo. Y tras comentarle mi gratísima lectura del cuento “Juana la campa te vengará”, Zavaleta procedió, con el desprendimiento propio de los antiguos maestros, a relatarme, con lujos de detalles, los pormenores del proceso de concepción y escritura de aquel estupendo relato.

Aquella charla se retomaría un año después en su departamento miraflorino. El pretexto: una entrevista para un diario en el que escribía por aquella época. Zavaleta no había publicado en ese momento ningún nuevo libro; mi motivación era más personal que periodística: conocer un poco más de cerca al autor que había incorporado casi en sus inicios las técnicas narrativas modernas, fruto de sus lecturas de Joyce y Faulkner.

Meses más tarde, sorprendiéndome por su gentileza, Zavaleta me telefoneó para invitarme a tomar un lonche en su casa junto a su esposa. Acudí a aquella cita con una amiga (que si lee estas líneas recordará con mucha simpatía aquella velada). Esa tarde conocí la otra faceta del escritor, su lado personal, íntimo. Y pude presenciar, además, la amorosa y entrañable relación que mantenía con su mujer, una señora estupenda, inteligente y de refinada delicadeza; quien lamentablemente fallecería ya hace algunos años. Una muerte que, estoy seguro, hizo mella en su salud, aunque él trató de no aparentarlo.

Las visitas a su hogar se repitieron, la mayoría de ellas motivadas por mi interés de entrevistarlo sobre sus nuevas novelas o por aquellas reediciones de libros anteriores. Entrevistas publicadas en los diferentes diarios en donde iba recalando a lo largo de los años que transcurrieron.

La última vez que lo vi fue en el año 2008. Pocos años antes había enviudado y, quizás para intentar procesar la pérdida o exorcizar su dolor, había publicado la que sería su última novela: Huérfano de mujer. Confieso que para mí fue aquella una entrevista difícil, sabía que cada una de sus respuestas tocaba fibras sensibles a pesar de que mantuvo la serenidad durante toda la charla. Al final, apagada ya la grabadora, y enrumbada la conversación por otros rumbos, Zavaleta y Pável, mi amigo fotógrafo, enfilaron hacia el fondo del departamento, rumbo al estudio del autor, hasta perderse en aquella habitación atestada de libros en la búsqueda de la foto perfecta. En una tarde que empezaba a tornarse cada vez más gris, como la de ahora, enturbiada por la bruma espesa de su desaparición.
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